Al Venerado Hermano
señor cardenal James Francis Stafford
Penitenciario Mayor
Con satisfacción, también este año, me dirijo con afecto a usted, señor cardenal, y a los queridos participantes en el curso sobre el Fuero Interno, promovido por esta Penitenciaría Apostólica y que ha llegado ahora a su XX edición. Saludo a todos con afecto empezando por usted, venerado hermano, extendiendo mi grato pensamiento al Regente, al personal de la Penitenciaría, a los organizadores de este encuentro, como también a los religiosos de las distintas órdenes que administran el sacramento de la penitencia en las Basílicas Papales de Roma.
Esta benemérita iniciativa pastoral vuestra, que atrae cada vez más interés y atención, como lo atestigua el número de cuantos quieren formar parte de ella, constituye un seminario singular de actualización pastoral, cuyos resultados no confluirán, como en las Actas de otros congresos, solo en una publicación al caso, sino que se convertirán en materiales útiles a los participantes para proporcionar respuestas adecuadas a cuantos se encuentren durante la administración del sacramento de la penitencia. En este nuestro tiempo, constituye sin duda una de nuestras prioridades pastorales el formar rectamente la conciencia de los creyentes para que, como he podido reafirmar en otras ocasiones, en la medida en que se pierde el sentido del pecado, aumentan por desgracia los sentimientos de culpa, que se quisieran eliminar con remedios paliativos insuficientes. En la formación de las conciencias contribuyen múltiples y preciosos instrumentos espirituales y pastorales que hay que valorar cada vez más; entre estos me limito a señalar hoy brevemente la catequesis, la predicación, la homilía, la dirección espiritual, el sacramento de la Reconciliación y la celebración de la Eucaristía.
Ante todo, la catequesis. Como todos los sacramentos, también el de la Penitencia requiere una catequesis previa y una catequesis mistagógica para profundizar el sacramento “per ritus et preces”, como bien subraya la Constitución litúrgica Sacrosanctum Concilium del Vaticano II (cfr n. 48). Una catequesis adecuada ofrece una contribución concreta a la educación de las conciencias estimulándolas a percibir cada vez mejor el sentido del pecado, hoy en parte perdido o, peor, oscurecido por un modo de pensar y de vivir “etsi Deus non daretur”, según la conocida expresión de Grocio, que está ahora de gran actualidad, y que denota un relativismo cerrado al verdadero sentido de la vida.
A la catequesis debe unirse un sabio uso de la predicación, que en la historia de la Iglesia ha conocido formas diversas según la mentalidad y las necesidades pastorales de los fieles. También hoy, en nuestras comunidades se practican estilos diversos de comunicación que utilizan cada vez más los modernos instrumentos telemáticos a nuestra disposición. En efecto, los actuales media si por un lado representan un desafío con el que medirse, por otro ofrecen oportunidades providenciales para anunciar de forma nueva y más cercana a las sensibilidades contemporáneas la perenne e inmutable Palabra de verdad que el Divino maestro ha confiado a su Iglesia. La homilía, que con la reforma querida por el Concilio Vaticano II ha vuelto a adquirir su papel “sacramental” dentro del único acto de culto constituido por la liturgia de la Palabra por la de la Eucaristía (SC 56), es sin duda la forma de predicación más difundida, con la que cada domingo se educa la conciencia de millones de fieles. En el reciente Sínodo de los Obispos, dedicado precisamente a la Palabra de Dios en la Iglesia, diversos padres sinodales insistieron oportunamente en el valor y la importancia de la homilía para adaptarla a la mentalidad contemporánea.
También la “dirección espiritual” contribuye a formar las conciencias. Hoy más que nunca se necesitan “maestros de espíritu” sabios y santos: un importante servicio eclesial, para el que es necesaria sin duda una vitalidad interior que debe implorarse como don del Espíritu Santo mediante la oración prolongada e intensa y una preparación específica que adquirir con cuidado. Todo sacerdote además está llamado a administrar la misericordia divina en el sacramento de Penitencia, mediante el cual perdona en nombre de Cristo los pecados y ayuda al penitente a recorrer el camino exigente de la santidad con conciencia recta y formada. Para poder llevar a cabo un ministerio tan indispensable, todo presbítero debe alimentar su propia vida espiritual y cuidar la permanente actualización teológica y pastoral. Finalmente, la conciencia del creyente se afina cada vez más gracias a una devota y consciente participación en la Santa Misa, que es el sacrificio de Cristo para la remisión de los pecados. Cada vez que el sacerdote celebra la Eucaristía, recuerda en la Plegaria Eucarística que la Sangre de Cristo se derramó para el perdón de nuestros pecados, por lo que, en la participación sacramental en el memorial del Sacrificio de a Cruz, se realiza el pleno encuentro de la misericordia del Padre con cada uno de nosotros.
Exhorto a los participantes en el Curso a atesorar cuanto han aprendido sobre el sacramento de la Peneitencia. En los diversos contextos en que se encontrarán viviendo y trabajando, procuren mantener siempre vivos en sí mismos la conciencia de deber ser dignos “ministros” de la misericordia divina y educadores responsables de las conciencias. Que se inspiren en el ejemplo de los santos confesores y maestros espirituales, entre los cuales quiero recordar particularmente al Cura de Ars, san Juan María Vianney, de quien precisamente este año recordamos el 150 aniversario de su muerte. De él se ha escrito que “durante más de cuarenta años guió de modo admirable la parroquia a él confiada... con la predicación asidua, la oración y una vida de penitencia. En la catequesis que impartía cada día a niños y a adultos, en la reconciliación que administraba a los penitentes y en las obras impregnadas de esa caridad ardiente, que él obtenía de la santa Eucaristía como de una fuente, avanzó hasta tal punto que difundió en todo lugar su consejo y acercó sabiamente a muchos a Dios” (Martirologio, 4 agosto). He aquí un modelo al que mirar y un protector al que invocar cada día.
Vele finalmenye sobre el ministerio sacerdotal de cada uno la Virgen María, a la que en el tiempo de Cuaresma invocamos y honramos como “discípula del Señor” y “Madre de la reconciliación”. Con estos sentimientos, mientras os exhorto a cada uno a dedicaros con empeño al ministerio de las confesiones y de la confesión espiritual le imparto de corazón a usted, venerado hermano, a los presentes en el Curso y a sus seres queridos mi Bendición.
En el Vaticano, 12 de marzo de 2009