Las noticias sobre los abusos sexuales de sacerdotes católicos han adquirido carácter obsesivo en los medios de comunicación de Estados Unidos. Desde hace meses, día a día, prácticamente sin excepción, quienes vivimos en EEUU nos vemos obligados a tragarnos la historia de tal o cual víctima a quien un cura manoseó o intentó besar hace 20 o 30 años, o más. Lo abrumador de la situación ha llevado al suicidio a varios sacerdotes acusados de abuso sexual. En uno de los casos, una mujer, al calor del presente escándalo, acusaba a un cura de haber tenido contacto erótico con ella (no necesariamente relaciones sexuales completas) hace más de una década, cuando él tenía 25 años y ella menos de 18.
La tensión en torno al asunto es tal que desde hace varios meses se vienen produciendo manifestaciones a favor y en contra de la Iglesia católica y hasta ocasionales enfrentamientos en las puertas de algunos templos. Debido a la actual política de tolerancia cero adoptada por muchas diócesis norteamericanas, una acusación de abuso sexual, incluso anónima, es suficiente para que un sacerdote sea apartado de su puesto y sometido a un trato poco menos que vejatorio. En total ha habido hasta el momento unos 200 sacerdotes acusados (la mayor parte por tocamientos a adolescentes) sobre un periodo que se extiende ni más ni menos que hasta los años 40. A lo largo de ese periodo ha habido más de 100.000 sacerdotes en EEUU.
No hay duda alguna de que en el caso de los curas estadounidenses algunos abusos muy graves sí ha habido. Pero son muy pocos los sacerdotes acusados de abuso sexual de niños, propiamente hablando. En la mayoría de los casos, las acusaciones van referidas a relaciones con adolescentes. Las razones reales para la presente tormenta mediática en torno a la Iglesia católica hay que buscarlas en toda una constelación de elementos interrelacionados y poco obvios a primera vista.
Arropándose en la realidad innegable de un puñado de casos auténticamente criminales, la América puritana y reaccionaria, y la cultura punitiva que la caracteriza, con su fuerte apoyo a la pena de muerte, está aprovechando para imponer su programa ideológico sobre toda la sociedad. En un país donde se ejecuta a personas que han pasado hasta 28 años en el corredor de la muerte por crímenes cometidos cuando eran menores de edad, la Iglesia católica, siguiendo directrices del Vaticano, ha capitaneado en los últimos años una agresiva y ruidosa campaña de oposición a la pena capital. Con ello ha logrado que se debilite significativamente el apoyo a las ejecuciones entre la opinión pública, lo cual ha irritado profundamente a los sectores más puritanos y conservadores. Finalmente, la cultura católica del perdón, la redención y la segunda oportunidad (formas de pensamiento dominantes en la legislación y en las prácticas judiciales de la Europa de tradición católica) ha chocado frontalmente con la inflexible cultura puritana y su énfasis en el castigo, la libertad individual y la responsabilidad absoluta. La ideología puritana es la dominante en EEUU, pero ve peligrar su hegemonía por el rapidísimo avance del catolicismo en las últimas décadas.
El pasado 5 de abril, The Christian Science Monitor, una de las publicaciones más prestigiosas de EEUU, informaba extensamente sobre un estudio comparativo llevado a cabo recientemente sobre abuso sexual en las diferentes iglesias. El artículo, que se puede consultar en Internet (Sex abuse spans spectrum of churches), ofrece numerosos datos estadísticos referidos a un periodo de nueve años y concluye que se producen más casos de abuso sexual en las iglesias protestantes que en la católica. A partir de ahí, los autores especulan, un poco ingenuamente, sobre por qué se ha dado tanta importancia a los casos de abuso sexual en la Iglesia católica mientras se silencian los otros.
Toda relación sexual con niños es indudablemente abusiva y criminal. Pero en el caso de los adolescentes, sin embargo, habría que hacer distinciones, pues éstos tienen impulso sexual, conducta sexual, y toman decisiones autónomas en ese ámbito. La legislación norteamericana, sin embargo, identifica la pederastia (relaciones intergeneracionales entre adultos y adolescentes o jóvenes adultos) con los actos de pedofilia (abuso sexual de niños propiamente hablando, es decir, prepubescentes) y, en consecuencia, define legalmente toda relación con un menor de 18 años como pedófila. Ello da lugar a casos como el de Daniel Carleton Gajdusek, Premio Nobel de medicina en 1976, que en 1987, a los 73 años de edad, fue condenado a pasar nueve meses en la cárcel acusado de haber abusado sexualmente, en 1981, de un joven que en aquel entonces tenía 16 años. El término «abuso» en la mayoría de los casos hace referencia a tocamientos.
La política norteamericana en cuestiones de sexualidad llega a extremos que en Europa en el momento actual resultarían inaceptables. Por poner algunos ejemplos, en ciudades como Los Angeles la policía, de modo habitual, entra por sorpresa en los sex shops y se lleva arrestados y esposados a aquéllos a los que encuentre masturbándose en una videocabina («conducta lasciva», según la legislación californiana). A excepción de las escasas playas delimitadas como nudistas, si a una mujer se le ocurre quitarse el sujetador en la playa, en cualquier playa de todo el territorio nacional, incluido Hawai, es inmediatamente arrestada por «exhibición indecente».Si dos menores tienen algún tipo de contacto sexual, el mayor de ellos (aunque tan sólo se lleven días de diferencia) es acusado de abuso sexual y puede ser internado en un reformatorio. Y cualquier relación consumada entre una persona mayor de 18 años y otra menor de esa edad es definida legalmente como violación, incluso si ha habido pleno consentimiento por parte del menor.
Dentro de este marco sociocultural es donde hay que entender la histeria desatada desde EEUU (y proyectada en medio mundo ya) en torno a la pornografía infantil, que hace que se hayan llegado a prohibir anuncios en los que aparece un niño o una niña enseñando el culito. Pero hay que señalar que la pornografía infantil no está prohibida por ser más degradante que otras. Hay otros tipos de pornografía cuando menos igualmente degradantes, como es el caso de la pornografía que muestra relaciones sexuales de personas con animales, y que, sin embargo, están permitidas. La pornografía infantil está prohibida sólo y exclusivamente con objeto de proteger del abuso a los potenciales actores de la misma, es decir, a los niños. Del mismo modo, en algunos lugares (como es el caso de California, pero lamentablemente no de España) está prohibida la pornografía con animales, con objeto de proteger a los animales de la bestialidad humana.
En consecuencia con este principio, hace pocas semanas el Tribunal Supremo de EEUU declaraba que no se puede prohibir la pornografía infantil generada con técnicas informáticas que generan imágenes que parecen de personas reales pero sin serlo, pues en ella no actúan niños. No deja de ser paradójico, en cualquier caso, que sea California uno de los estados que encabeza la actual cruzada puritana cuando tan sólo en el condado de Los Angeles se produce más del 90% de toda la pornografía mundial, de lo que la Administración obtiene pingües beneficios fiscales.
Lo que es absolutamente hipócrita tanto en EEUU como en España es estar permanentemente invitando, cuando no abiertamente incitando, a los adolescentes mediante un lenguaje y unas imágenes groseras, particularmente en televisión, a una actividad sexual irresponsable para después llevarnos las manos a la cabeza cuando finalmente hacen aquello que se les está incitando permanentemente a hacer. Si realmente nos preocuparan los niños, y especialmente los adolescentes, quienes más vulnerables son a los estímulos sexuales, se cultivaría un clima de responsabilidad social en medios como la televisión.
Recuerdo cómo un día del pasado verano, en su informativo del mediodía, cuando todas las familias y sus niños más atentos están a la televisión, uno de los principales canales españoles nos dio con todo detalle la noticia de una red de burdeles, con imágenes de sus magníficas instalaciones, mapas, direcciones, honorarios y hasta números de teléfono. No estaría de más saber cuánto untó el proxeneta a dicho canal para ofrecer tan descarada publicidad disfrazada de noticia. Menuda responsabilidad social.
Juan Antonio Herrero Brasas es profesor de Etica y Política en la Universidad del Estado de California
Publicado en El Mundo, madrid 5 de junio de 2002