En los casi treinta años que Mateo Koo pasó en las prisiones chinas, sólo pudo recibir la Eucaristía una sola vez. Y sólo al final de su vida en prisión pudo terminar el recorrido que empezó en el seminario, cuando las autoridades comunistas le encarcelaron a causa de su fe. Hoy, a sus 76 años, habla con la ilusión de quien ha sabido conservar su tesoro más preciado.
En 1951, todos los misioneros extranjeros fueron expulsados de China, y luego empezó la revolución en el interior del país. En ese momento, la Iglesia católica era muy fuerte. Yo vivía en Shangai en aquella época, tenía 18 años y pertenecía al movimiento de la Legión de María, que era muy floreciente y arrastraba a muchos jóvenes. Pocos meses después, el Gobierno prohibió la Legión de María y la declaró ilegal, y nos pidió a sus miembros firmar un documento para renunciar a ella y reconocerla como una organización contraria a la revolución. A mí me vinieron a buscar de noche a casa y me llevaron a comisaría, pero yo permanecí en silencio porque no quería ir en contra de mi conciencia, nunca firmé nada. Me llevaron a una celda junto con otros veinte presos, y poco después me dejaron libre. Yo continué con mis estudios y, poco a poco, empecé a sentir la llamada de la vocación, así que ingresé en el seminario.
El 8 de septiembre de 1953, la fiesta de la Virgen, comenzó la persecución de la Iglesia en serio. No me podía ni imaginar cómo iba a caer sobre mí. Esa noche, estábamos todos los seminaristas durmiendo, y de repente entraron y nos llevaron a punta de pistola, a oscuras, hasta un camión de mercancías que esperaba fuera del seminario, y nos llevaron a otro lugar que no conocíamos. Hasta dos meses después no me llamaron para interrogarme.
Un inspector me esperaba para interrogarme: «Elige: ¿qué es lo primero: el comunismo, o Dios?», y quería sacarme cualquier dato sobre las personas que acudíamos a la Legión de María, pero yo no decía nada. Me enviaron a otra prisión para lavarme el cerebro: me sometían a una luz muy fuerte, me despertaban en mitad del sueño, con el altavoz diciéndonos todo el rato: Habéis sido engañados por el obispo, sois víctimas de la religión extranjera..., todo para hacerme hablar, pero no lo consiguieron. Por ello me condenaron a cinco años, sin juicio, sin abogado, sin nada.
Después me enviaron a la frontera cerca del Tibet, lo que llaman la siberia china, vestidos sólo con un pantalón y una camisa de algodón. Allí tenía que llevar una montaña de ladrillos a la espalda, y si caías te daban una paliza. Poco a poco, me fui debilitando, y llegué a pesar 42 kilogramos. Eran 4 las personas que morían cada día, y yo, en determinado momento, me tumbé en el suelo para morir, no podía ya ni moverme. No hice más que rezar, y el Señor escuchó mi oración, porque me destinaron a una granja, a trabajar en algo más ligero. Así, poco a poco, conseguí recuperarme.
En 1957, me enviaron a Shangai para revisar mi condena. Allí, lo primero que hice en cuanto me quitaron las esposas fue santiguarme. Me decían: «Sólo con que reconozcas tus crímenes, podrás salir libre». Pero yo no lo hice, y en los años siguientes me enviaron a otros campos, en los que estuve trabajando en muchas cosas: en un molino, dando vueltas a la noria como un burro, y también como barbero y profesor de inglés para los jefes del campo.
En una ocasión, logré escapar del campo y llegué a un pequeño pueblo, en el que me sorprendió mucho que cerca de 30 de las 60 familias del pueblo habían podido conservar su fe. Los comunistas habían destruido iglesias, seminarios..., pero allí me encontré con católicos de una fe muy fuerte, que habían llegado hasta a esconder las imágenes sagradas para poder preservarlas. Le pedí a la Virgen que me conservara en aquella pequeña villa. Allí, poco a poco empecé a sentir de nuevo la llamada de Dios, y me enviaron al obispo de la zona, que por entonces vivía en la clandestinidad, en un pequeño cuarto de una ciudad cercana. Él sólo tenía dos libros, uno sobre Moral y el Catecismo, que yo leía por las noches. Así estuve tres años, hasta que un día le dije al obispo: «Quiero ordenarme». Y, a los pocos días, lo arregló para poder recibir la ordenación en su pequeño cuarto. Como no teníamos alfombra, extendió sobre el suelo unos periódicos comunistas, sobre los que me tumbé mientras él rezaba las letanías. De vuelta a casa, montado sobre mi bicicleta, pensaba: Ya no pertenezco a este mundo.
En los casi 30 años que pasé en prisión, sólo pude recibir la Santa Comunión una sola vez, en una ocasión en que mi hermana vino a visitarme y la introdujo de tapadillo en la comida que traía. Después de 30 años de haber empezado el seminario, al final pude ordenarme sacerdote, y, así, me convertí en un sacerdote de la Iglesia clandestina.
Mateo Koo
sacerdote
Fuente: Alfa y Omega, Madrid 7 de mayo de 2009