Artículo publicado por la revista Palabra en el número 620, comentando la Carta circular de la Congregación para el Culto Divino de junio de 2014.
“Alegrémonos todos en el Señor, porque nuestro Salvador ha nacido en el mundo. Hoy, desde el cielo, ha descendido la paz sobre nosotros”. Con estas palabras de la antífona de entrada da inicio la santa Misa de medianoche del día de Navidad y nos recuerdan que en ese día brillará una luz sobre nosotros porque ha nacido el Señor y su nombre es Príncipe de la Paz. El misterio de Navidad es siempre una profecía de paz para cada hombre y nos compromete a implicarnos, con los sentimientos de Cristo, en las cerrazones, en los dramas y en los conflictos del contexto en el que vivimos, para de ese modo poder ser, en todas partes, mensajeros, sembradores de paz y de alegría.
El sentido deseo de paz es acogido en la liturgia eucarística con un rito específico con el que, como recuerda el Misal, la Iglesia implora la paz y la unidad para sí misma y para toda la familia humana, y los fieles expresan la comunión eclesial y la mutua caridad, antes de comulgar en el Sacramento (IGMR, n. 82)
El gesto es introducido por una oración que el sacerdote reza en voz alta: Señor Jesucristo, que dijiste a tus apóstoles: La paz os dejo, mi paz os doy... Al terminar esta oración el sacerdote “extendiendo y juntando las manos anuncia la paz, vuelto al pueblo, mientras dice: La paz del Señor esté siempre con vosotros y el pueblo le responde: Y con tu espíritu. Luego, si se juzga oportuno, el sacerdote añade: Daos fraternalmente la paz”. Este deseo de paz recuerda el saludo de Cristo resucitado: “Paz a vosotros” (Jn 20, 19; Lc 24, 36) y expresa que la paz es, en primer lugar, la paz que Cristo nos da, fundamento de aquella otra paz que deseamos exista entre los fieles y en toda la familia humana.
La secuencia del rito también es importante pues, como recordaba la Congregación del Culto Divino en una carta circular del mes de junio: “el rito de la paz alcanza ya su profundo significado con la oración Señor Jesucristo que dijiste a tus apóstoles mi paz os dejo mi paz os doy y el ofrecimiento de paz: La paz del Señor esté con vosotros. El darse la paz correctamente entre los participantes en la Misa enriquece su significado y confiere expresividad al rito mismo. Por tanto, es totalmente legítimo afirmar que no es necesario invitar mecánicamente a darse la paz”. De hecho la rúbrica del Misal recuerda que se invite a darse la paz si se considera oportuno. Por lo que se refiere al modo de darse la paz, queda libre y se encomienda a las Conferencias Episcopales que establezcan el modo más conveniente según el carácter y las costumbres de cada pueblo, pero se recuerda que conviene que cada uno signifique sobriamente la paz sólo a quienes tiene más cerca. En el caso del sacerdote celebrante, puede dar la paz a los ministros si bien permanecerá en el presbiterio. Lo mismo hará en el caso de que quiera dar la paz a algunos fieles. El motivo de esta sobriedad es salvaguardar por una parte el valor sagrado de la celebración eucarística y por otra el sentido del misterio evitando la confusión en la asamblea precisamente antes de la Comunión. En realidad conviene tener muy presente que la paz cristiana tiene su fuente en Dios por medio de Jesucristo y es comunicada por medio de su Espíritu, artífice de la paz en los corazones de cada uno de los fieles y en la Iglesia. No se trata por tanto de una paz humana ya conquistada o que pueda alcanzarse solo mediante la amistad y la solidaridad.
Es cierto que el gesto de la paz tiene una clara dimensión horizontal; pero desde muy antiguo encontramos en él una fuerte dimensión vertical. La paz vendría de Cristo, simbolizado por el altar, que era besado por el sacerdote y así éste recibía la paz que después transmitía. De este modo se simbolizaba que la paz provenía de Cristo, como también recuerda la oración previa al momento del gesto de paz: “Señor Jesucristo que dijiste a tus Apóstoles, mi paz os dejo, mi paz os doy...” El signo de la paz se presenta como el “beso pascual de Cristo resucitado presente en el altar”.
Subrayan bien este origen de la paz unas palabras de la carta circular a la que nos referíamos antes: “La paz os dejo, mi paz os doy (Jn 14, 27), son las palabras con las que Jesús promete a sus discípulos reunidos en el Cenáculo, antes de afrontar la pasión, el don de la paz para infundirles la gozosa certeza de su presencia permanente. Después de su resurrección, el Señor lleva a cabo su promesa presentándose en medio de ellos, en el lugar en el que se encontraban por temor a los judíos, diciendo: ¡Paz a vosotros! (cf. Jn 20, 19–23). La paz, fruto de la Redención que Cristo ha traído al mundo con su muerte y resurrección, es el don que el Resucitado sigue ofreciendo hoy a su Iglesia, reunida para la celebración de la Eucaristía, de modo que pueda testimoniarla en la vida de cada día”. Conviene por tanto poner una mayor atención en la realidad de que no puede haber paz que no tenga su origen en la Trinidad y específicamente en Cristo, único mediador.
En conclusión podemos decir que parece necesario desarrollar una catequesis que explique cómo el compromiso serio de los católicos de cara a la construcción de un mundo más justo y pacífico implica también una comprensión más profunda del significado cristiano de la paz y de su expresión en la celebración litúrgica. Punto de partida de esta catequesis es recordar que “Cristo es nuestra paz, la paz divina, anunciada por los profetas y por los ángeles, y que Él ha traído al mundo con su misterio pascual. Esta paz del Señor Resucitado es invocada, anunciada y difundida en la celebración, también a través de un gesto humano elevado al ámbito sagrado” (Circular Congregación del Culto). Gesto que prepara a recibir la sagrada Comunión en la cual queda sellada y acrecentada.