El reciente caso de Monseñor Krzysztof Charamsa, que hace unos días decidió salir del armario de un modo muy ostentoso, ha puesto de relieve una cuestión que a algunos les puede inquietar: los homosexuales no pueden ser sacerdotes. ¿No será esta una de las últimas discriminaciones de la sociedad -y más específicamente, de la Iglesia- hacia un colectivo tan sufrido? Hay quien plantea la cuestión a modo de desafío: ¿Por qué no ayudamos a los homosexuales en su lucha por llegar al sacerdocio? El propio Charamsa, en la entrevista que concedió al diario italiano Corriere della Sera, consideró que la exclusión del sacerdocio para los homosexuales es un «error» y pidió que se corrija. Por lo tanto, la pregunta que se hacen no pocos es por qué los homosexuales no pueden ser sacerdotes.
Es una cuestión que se debe analizar en sus términos correctos. En la disciplina multisecular del sacerdocio en la Iglesia occidental, no se puede admitir al Orden sagrado a nadie que no se comprometa a vivirlo en celibato. Se trata de un compromiso voluntario, por lo que si consta que un candidato no está cumpliendo el celibato, es prudente que la Iglesia rechace su petición de ordenarse: no es que la Iglesia lo excluye del sacerdocio, sino que se trata de no poner sobre los hombros de un candidato una carga que ya sabemos que le resulta demasiado pesada. Esto vale para todos los aspirantes al sacerdocio, siendo indistinto que sus faltas a la castidad sean homosexuales que sean heterosexuales. Por lo tanto, los que tienen vida activa homosexual no están discriminados: lo que se tiene en cuenta es que el compromiso de castidad les resulta inalcanzable, por lo que se les debe vedar el acceso al sacerdocio. No pretendo equiparar la gravedad moral de los actos homosexuales y los heterosexuales, sino solo poner de relieve que lo que el caso Charamsa ha planteado realmente no es la ordenación de homosexuales activos, sino la de varones que sienten tendencia homosexual.
No podemos olvidar que el sacramento del Orden sagrado no es un derecho del fiel que reúne los requisitos necesarios. En esto se distingue de los demás sacramentos: el católico que reúne los requisitos para recibir, pongamos por caso, el sacramento de la penitencia y lo pide en forma adecuada, es titular de un verdadero derecho. El confesor que le negara la absolución cometería una grave injusticia. Esto no sucede con el Orden sagrado: nadie puede alegar discriminación por el hecho de que el Obispo le rechace la solicitud de acceder al sacerdocio, aunque reúna todos los requisitos necesarios, porque no existe el derecho a este sacramento.
Aun así, no se niega el sacerdocio a un sujeto por capricho. Al tomar la decisión de admitirlo al Orden sagrado (o rechazarlo) se tienen en cuenta razones de peso. En el caso que nos ocupa, la Santa Sede ha publicado una Instrucción de fecha 4 de noviembre de 2005, en que se indica que «la Iglesia, respetando profundamente a las personas en cuestión, no puede admitir al Seminario y a las Órdenes sagradas a aquellos que practican la homosexualidad, presentan tendencias homosexuales profundamente arraigadas o apoyan la así llamada cultura gay». ¿Por qué?
La misma Instrucción da los motivos: «las personas mencionadas se encuentran, de hecho, en una situación que obstaculiza gravemente establecer una correcta relación con hombres y mujeres». Esto se deriva del carácter objetivamente grave de los actos homosexuales, sin prejuzgar su dificultad o facilidad para vivir una vida cristiana plena, ni mucho menos su dignidad por sentir esas tendencias: «En lo que concierne a las tendencias homosexuales profundamente arraigadas, que se encuentran en un cierto número de hombres y mujeres, son también éstas objetivamente desordenadas y frecuentemente constituyen, también para ellos, una prueba. Tales personas deben ser acogidas con respeto y delicadeza; se evitará toda discriminación injusta. Éstas están llamadas a realizar la voluntad de Dios en su vida y a unir al sacrificio de la cruz del Señor las dificultades que pueden encontrar».
Las tendencias no son pecados: lo son los actos. Quien siente tendencias homosexuales, debe luchar contra ellas. Pero no puede considerarse pecador por tener esas inclinaciones. Sin embargo, el hecho de sentir tendencias homosexuales «profundamente arraigadas» -como dice la Santa sede- predispone o pone en camino al individuo a cometer esas faltas. Por ello, por no poner en el sujeto una carga que quizá con el paso de los años se demuestre insoportable, la Iglesia, fruto de su larga experiencia, prefiere no llamarle al sacerdocio.
Tampoco es de extrañar esta actitud. Sentir tendencia a robar, por ejemplo, no es pecado, el pecado es el robo. Pero ¿quién pondría en la caja de un banco a un empleado con tendencias profundamente arraigadas a robar? En marzo de este año un piloto estrelló un avión lleno de pasajeros contra las montañas de los Alpes. La investigación sacó a la luz que tenía fuertes tendencias suicidas. A la aerolínea se le acusó de negligencia por tener en activo a un piloto con sus antecedentes: sin querer comparar ambas actitudes, ¿no sería negligente la Iglesia si permitiera que accedieran al sacerdocio personas con fuerte tendencia a incumplir los compromisos que libremente adquieren?