Discurso del Santo Padre Francisco
a los participantes en el curso organizado por la Penitenciaría Apostólica
Sala Regia
Viernes 4 de marzo de 2016
Queridos hermanos, ¡buenos días!
Me complace encontrarme con vosotros, durante la Cuaresma del Año jubilar de la Misericordia, con ocasión del curso anual sobre el fuero interno. Saludo cordialmente al cardenal Piacenza, penitenciario mayor, y le agradezco sus amables palabras. Saludo al regente —que tiene cara de bueno, debe ser un buen confesor—, a los prelados, a los oficiales y al personal de la Penitenciaría, a los Colegios de los penitenciarios ordinarios y extraordinarios de las basílicas papales —cuyas presencias fueron ampliadas con ocasión del Jubileo— y a todos vosotros, participantes en el Curso, que se propone ayudar a los nuevos sacerdotes y a los seminaristas ya cercanos a la ordenación a formarse para administrar bien el Sacramento de la Reconciliación. La celebración de este Sacramento requiere, en efecto, una adecuada y actualizada preparación, a fin de que quienes se acercan al mismo puedan «experimentar la grandeza de la misericordia, fuente de auténtica paz interior» (cf. Bula Misericordiae Vultus, 17).
«El misterio de la fe cristiana parece encontrar su síntesis en esta palabra —“misericordia”—. Ella se ha vuelto viva, visible y ha alcanzado su culmen en Jesús de Nazaret» (ibid., 1). En este sentido, la misericordia, antes de ser una actitud o una virtud humana, es la elección definitiva de Dios en favor de cada ser humano para su eterna salvación; elección sellada con la sangre del Hijo de Dios.
Esta divina misericordia puede llegar gratuitamente a todos los que la invocan. En efecto, la posibilidad del perdón está verdaderamente abierta a todos, es más, está abierta de para en par, como la más grande de las «puertas santas», porque coincide con el corazón mismo del Padre, que ama y espera a todos sus hijos, de modo particular a los que más se han equivocado y están lejos. La misericordia del Padre puede llegar a cada persona de muchas formas: a través de la apertura de una conciencia sincera; por medio de la lectura de la Palabra de Dios que convierte el corazón; mediante un encuentro con una hermana o un hermano misericordiosos; en las experiencias de la vida que nos hablan de heridas, de pecado, de perdón y de misericordia.
Está, también, la «vía cierta» de la misericordia, recorriendo la cual se pasa de la posibilidad a la realidad, de la esperanza a la certeza. Esta vía es Jesús, quien tiene «el poder sobre la tierra de perdonar los pecados» (Lc 5, 24) y transmitió esta misión a la Iglesia (cf. Jn 20, 21-23). El sacramento de la Reconciliación es, por lo tanto, el lugar privilegiado para experimentar la misericordia de Dios y celebrar la fiesta del encuentro con el Padre. Nosotros, con mucha facilidad, olvidamos este último aspecto: voy, pido perdón, siento el abrazo del perdón y me olvido de hacer fiesta. Esto no es doctrina teológica, pero yo diría, forzando un poco, que la fiesta es parte del Sacramento: es como si de la penitencia formase también parte la fiesta que debo hacer con el Padre que me ha perdonado.
Cuando, como confesores, vamos al confesionario para acoger a los hermanos y a las hermanas debemos recordarnos siempre que para ellos somos instrumentos de la misericordia de Dios. Por lo tanto, estemos atentos a no poner obstáculo a este don de salvación. El confesor es, él mismo, un pecador, un hombre siempre necesitado de perdón; él, en primer lugar, no puede renunciar a la misericordia de Dios, que lo ha «elegido» y lo ha «constituido» (cf. Jn 15, 16) para esta gran tarea. A la cual debe disponerse siempre con una actitud de fe humilde y generosa, teniendo como único deseo que cada fiel pueda experimentar el amor del Padre. En esto no nos faltan hermanos santos que podemos contemplar: pensemos en Leopoldo Mandić y Pío de Pietrelcina, cuyos restos hemos venerado hace un mes en el Vaticano. Y también —me permito— uno de mi familia: el padre Cappello.
Cada fiel arrepentido, después de la absolución del sacerdote, tiene la certeza, por fe, de que sus pecados ya no existen. ¡Ya no existen! Dios es omnipotente. A mí me gusta pensar que tiene una debilidad: una mala memoria. Una vez que Él te perdona, se olvida. ¡Y esto es grande! Los pecados ya no existen, fueron cancelados por la divina misericordia. Cada absolución es, en cierto modo, un jubileo del corazón, que alegra no sólo al fiel y a la Iglesia, sino sobre todo a Dios mismo. Jesús lo dijo: «Habrá más alegría en el cielo por un solo pecador que se convierta que por noventa y nueve justos que no tengan necesidad de conversión» (Lc 15, 7). Es importante, por lo tanto, que el confesor sea también un «canal de alegría» y que el fiel, después de recibir el perdón, ya no se sienta oprimido por las culpas, sino que guste la obra de Dios que lo ha liberado, viviendo en acción de gracias, dispuesto a reparar el mal cometido y yendo al encuentro de los hermanos con corazón bueno y disponible .
Queridos hermanos, en este tiempo nuestro, marcado por el individualismo, por tantas heridas y la tentación de encerrarse, es un auténtico don ver y acompañar a las personas que se acercan a la misericordia. Esto comporta también, para todos nosotros, una obligación aún mayor de coherencia evangélica y benevolencia paterna; somos custodios, y nunca dueños, tanto de las ovejas como de la gracia.
Volvamos a poner en el centro —y no sólo en este Año jubilar— el Sacramento de la Reconciliación, verdadero espacio del Espíritu en el cual todos, confesores y penitentes, podemos experimentar el único amor definitivo y fiel, el amor de Dios por cada uno de sus hijos, un amor que no decepciona jamás. San Leopoldo Mandić repetía que «la misericordia de Dios es superior a cada una de nuestras expectativas». Acostumbraba también decir a quien sufría: «Tenemos en el cielo el corazón de una madre. La Virgen, nuestra Madre, que al pie de la Cruz experimentó todo el sufrimiento posible para una criatura humana, comprende nuestros errores y nos consuela». Que sea siempre María, Refugio de los pecadores y Madre de Misericordia, quien guíe y sostenga el ministerio tan importante de la Reconciliación.
¿Y qué hago si me encuentro ante un problema y no puedo dar la absolución? ¿Qué se debe hacer? Ante todo, buscar si hay un camino, que muchas veces se lo encuentra. Segundo: no quedarse sólo en el lenguaje hablado, sino también en el lenguaje de los gestos. Hay gente que no puede hablar, y con el gesto expresa el arrepentimiento, el dolor. Y tercero: si no se puede dar la absolución, hablar como un padre: «Mira, por esto yo no puedo [absolverte], pero puedo asegurarte que Dios te ama, que Dios te espera. Recemos juntos a la Virgen, para que te cuide; y ven, regresa, porque yo te esperaré como te espera Dios»; y dar la bendición. Esta persona, así, sale del confesionario y piensa: «He encontrado a un padre y no me ha apaleado». Cuántas veces habéis escuchado gente que dice: «Yo nunca me confieso, porque una vez fui y me reprendió». Incluso en el caso límite en el cual no puedo absolver, que sienta la calidez de un padre, que lo bendiga, que le diga que regrese. Y que rece un poco con él o con ella. Siempre es este el punto: allí hay un padre. También esto es fiesta, y Dios sabe cómo perdonar las cosas mejor que nosotros. Pero que al menos podamos ser imagen del Padre.
Doy las gracias a la Penitenciaría apostólica por su valioso servicio, y os bendigo de corazón a todos vosotros y el ministerio que desempeñáis como canales de misericordia, especialmente en este tiempo jubilar. Recordaos, por favor, de rezar también por mí. Y hoy también yo iré allí, con vuestros penitenciarios, a confesar en San Pedro.