Ofrecemos la ponencia del Cardenal Jorge Mario Bergoglio, Arzobispo de Buenos Aires, pronunciada en la Asamblea Plenaria de la Congregación para el Clero, el 13 de junio de 2009.
1. Al comienzo de esta exposición quisiera hacer dos precisiones. Primera: para tratar el tema de la identidad sacerdotal me centraré principalmente en lo elaborado al respecto por la Quinta Conferencia del Episcopado Latinoamericano en Aparecida, pues considero que puede ser un aporte singular desde la perspectiva de nuestro continente. Segunda: los temas “sacerdocio y política” y “funcionalismo” los consideraré en relación a la concepción expuesta sobre la identidad del sacerdote.
2. La identidad del presbítero, si bien desde el punto de vista dogmático es clara, conviene también que sea considerada teniendo en cuenta la realidad que le toca vivir, pues lo específico del presbítero está “en tensión”; tensión de vida desafiada en su misma identidad, en su cultura, en sus estructuras, en sus procesos de formación y vínculos1. Este punto de vista como método para abordar la identidad sacerdotal puede ayudarnos a comprender tantos matices actuales de la especificidad sacerdotal. Por otra parte el subrayar la existencia tensionada del sacerdote que lucha por mantener su identidad excluye, desde el vamos, cualquier concepción del presbiterado como “carrera eclesiástica” con sus pautas de progreso, escalafón, retribuciones, etc..
3. Sobre este trasfondo de método se puede definir la IDENTIDAD del PRESBÍTERO respecto a la comunidad con dos rasgos. En primer lugar como don2 en contraposición a delegado o representante3. En segundo lugar destacar la fidelidad en la invitación del Maestro contraponiéndola a la gestión. La iniciativa viene siempre de Dios: la unción del Espíritu Santo, la especial unión con Cristo cabeza, invitación a la imitación del Maestro. El hecho de subrayar la iniciativa divina coloca al presbítero en la dimensión de elegido-enviado, es decir dentro de un horizonte, permítaseme la palabra, más bien “pasivo”, en el cual el protagonista principal es el Señor. En este sentido también se condiciona tanto la autonomía personal como su actividad pues, al ser elegido-enviado, su identidad en la actividad será la de un “pastor conducido” o, dicho de un modo más plástico, la de un “conductor conducido”.
4. Conviene no olvidar que IDENTIDAD dice a PERTENENCIA; se es en la medida en que se pertenece. El presbítero “pertenece” al pueblo de Dios, del que fue sacado y al que es enviado y del que forma parte. En Aparecida se subraya esta pertenencia eclesial para todos los discípulos misioneros4 que es clave también para el presbítero: se habla de CON-VOCACIÓN a la comunión en la Iglesia, y se afirma que “la fe en Jesucristo nos llegó a través de la comunidad eclesial y ella nos da una familia, la familia universal de Dios en la Iglesia Católica”. Y señala la situación existencial de quien no entra en esta pertenencia comunional: el aislamiento del yo. La conciencia aislada de la marcha del pueblo fiel de Dios es uno de los mayores daños a la persona del presbítero porque afecta a su identidad en cuanto está disminuida parcial o selectivamente su pertenencia a ese pueblo. Se podrían buscar diversos ejemplos de situaciones de conciencia aislada que, en los hechos, niegan la afirmación comunional; pero la referencia fundamental de la identidad siempre es esa “dimensión constitutiva del acontecimiento cristiano: la pertenencia a una comunidad concreta, en la que podamos vivir una experiencia permanente de discipulado y de comunión con los sucesores de los apóstoles y con el Papa”. Nótese que dice “comunidad concreta”, es decir Iglesia particular o comunidades más acotadas dentro de la Iglesia particular (p.ej. la parroquia) y no una comunidad “espiritualizada” sin raigambre concreto. Lo que en definitiva le confiere identidad al presbítero es su pertenencia como presbítero al pueblo de Dios concreto, y lo que le quita o confunde su identidad es precisamente el aislamiento de su conciencia respecto de ese pueblo y su pertenencia a cualquier convocatoria de tipo gnóstico o abstracto, es decir la tentación de ser cristiano sin Iglesia. “El ministerio sacerdotal que brota del Orden Sagrado tiene una radical forma comunitaria5.
5. El realizador de esta comunión y, por tanto, de esta pertenencia comunional del presbítero al pueblo de Dios es el Espíritu Santo. Dado que él impregna y motiva todas las áreas de la existencia, entonces también penetra y configura la vocación específica de cada uno. Así se forma y desarrolla la espiritualidad propia de presbíteros, de religiosos y religiosas, de padres de familia, de empresarios, de catequistas, etc. Cada una de las vocaciones tiene un modo concreto y distintivo de vivir la espiritualidad, que da profundidad y entusiasmo al ejercicio de sus tareas6. Es decir, el Espíritu Santo es el autor de las diferencias en la Iglesia, y la vida presbiteral es una de las realidades de esta variedad... pero no se trata de una variedad estática porque es el mismo Espíritu quien impulsa y armoniza todo: él no nos cierra en una intimidad cómoda sino que nos convierte en personas generosas y creativas, felices en el anuncio y el servicio misionero7. Y va más allá todavía la acción del Espíritu: “nos vuelve comprometidos con los reclamos de la realidad y capaces de encontrarle un profundo significado a todo lo que nos toca hacer por la Iglesia y por el mundo”8. Resumiendo: la comunión eclesial de la que participa el presbítero está realizada por el Espíritu Santo quien, por su parte, crea las diferencias y, por otra las “vocaciona”, i.e. las pone en movimiento al servicio del anuncio misionero, las sensibiliza y compromete a los reclamos de la realidad. El Espíritu diferencia y armoniza; en esta armonía se da la vocación presbiteral, (armonía de diferencias, pero armonía comunional). Nada que ver con la conciencia aislada de la autopertenencia solitaria o de grupos selectivos (la “intimidad cómoda”). El Espíritu Santo, además nos introduce en el Misterio (cfr. Ju. 16:13) y será también quien impulse a la misión (cfr. Hech. 2: 1-36). En este sentido protege la integridad de la Iglesia y la salva de dos caricaturas. Sin el Espíritu Santo corremos el riesgo de desorientarnos en la comprensión de la fe y se termina en una propuesta gnóstica; y también corremos el riesgo de no ser “enviados” sino de “salir por las nuestras” y terminar desorientados en mil y una formas de autorreferencialidad. Al introducirnos en el Misterio, Él nos salva de una Iglesia gnóstica; al enviarnos en misión nos salva de una Iglesia autorreferencial.
La imagen del Buen Pastor
6. En la descripción de la identidad del presbítero es necesario subrayar la imagen del Buen Pastor. La primera exigencia es que el párroco sea un auténtico discípulo de Jesucristo, porque solo un sacerdote enamorado del Señor puede renovar una parroquia. Pero, al mismo tiempo, debe ser un ardoroso misionero que vive el constante anhelo de buscar a los alejados y no se contenta con la simple administración9. Aquí aparece nuevamente la antinomia don-gestión: al concebir el ministerio como un don se supera el planteo del funcionalismo, exitista o no, y se concibe el trabajo apostólico, en este caso la parroquia, desde la óptica discípulo-misionero. La imagen del Buen Pastor ad intra implica discípulos enamorados y ad extra apunta a ardorosos misioneros servidores de la vida10.
Ardorosos misioneros
7. Los adjetivos que califican la misión son fuertes: “ardorosos misioneros”11, “entrega apasionada a su misión pastoral”12 “sacerdote enamorado del Señor”13. Se trata de algo más que un buen trabajo de anuncio. Hay un compromiso afectivo- existencial en esta misión, que lleva a “cuidar” del rebaño a ellos confiado”14. La acción de cuidar implica dedicación esforzada y ternura; también entraña una valoración personal y situacional del rebaño: se cuida lo que es frágil, lo que es valioso, lo que puede estar en peligro... Y el origen de este cuidar ardoroso y apasionado nace y echa raíces en la misma “conciencia de pertenencia a Cristo”15. Cuando ésta crece en razón de la gratitud y alegría que produce, crece también el ímpetu de comunicar a todos el don de ese encuentro. La misión no se limita a un programa o proyecto, sino que es compartir la experiencia del acontecimiento del encuentro con Cristo, testimoniarlo y anunciarlo de persona a persona, de comunidad a comunidad y de la Iglesia a todos los continentes del mundo16.
8. Este ardor misionero es obra del Espíritu Santo; “se basa en la docilidad al impulso del Espíritu, a su potencia de vida que moviliza y transfigura todas las dimensiones de la existencia. No es una experiencia que se limita a los espacios privados de la devoción, sino que busca penetrarlo todo con su fuego y su vida. El presbítero, movido por el impulso y el ardor que proviene del Espíritu, aprende a expresarlo en el trabajo, en el diálogo, en el servicio, en la misión cotidiana”17.
9. Para concluir este punto del ardor misionero quiero recordar que Juan Pablo II nos llamaba a ejercer el “ardor” de la nueva evangelización, y Pablo VI, en uno de los más bellos y vigorosos documentos postconciliares, nos exhortaba al celo apostólico, al fervor espiritual, a conservar la dulce y confortadora alegría de evangelizar18. Allí denuncia los principales obstáculos que se oponen a la evangelización: “la falta de fervor, tanto más grave cuanto que viene de dentro. Dicha falta de fervor se manifiesta en la fatiga y desilusión, en la acomodación al ambiente y en el desinterés, y sobre todo en la falta de alegría y de esperanza”19. Pablo VI marca claramente la ruta del evangelizador, en este caso del presbítero evangelizador, por los parámetros de la parresía y la hypomoné. Nos pide un ímpetu interior que responda a las angustias y esperanzas del mundo actual que busca recibir la evangelización “no a través de evangelizadores tristes y desalentados, impacientes o ansiosos, sino a través de ministros del Evangelio, cuya vida irradia el fervor de quienes han recibido, ante todo en sí mismos, la alegría de Cristo y aceptan consagrar su vida a la tarea de anunciar el reino de Dios y de implantar la Iglesia en el mundo”20. Dos virtudes que hacen al perfil del presbítero son, pues, el fervor apostólico (la parresía) y el aguante frente a las dificultades para llevar adelante la evangelización (la hypomoné). Ambas se oponen a toda forma de funcionalismo y mundanidad espiritual.
Servidores y llenos de misericordia
10. La actitud de servicio es una de las características que el documento de Aparecida pide a los sacerdotes. Nace de la doble dimensión: discípulos enamorados y ardorosos misioneros, y -de manera especial– se subraya para con los más débiles y necesitados. Señala el principal trabajo de estos presbíteros: “cuidar del rebaño a ellos confiados y buscar a los más alejados”; pide que sean “presbíteros-servidores de la vida: que estén atentos a las necesidades de los más pobres, comprometidos en la esfera de los derechos de los más débiles y promotores de la cultura de la solidaridad. También de presbíteros llenos de misericordia, disponibles para celebrar el sacramento de la reconciliación”21 22.
11. Junto a este acercarse a y comprometerse con los pobres en todas las periferias de la existencia, es necesaria en el presbítero la experiencia espiritual de la misericordia. La misericordia del Dios de la Alianza rico en misericordia. Nos reconocemos como comunidad de pobres pecadores, mendicantes de la misericordia de Dios...23 y necesitados de abrirnos a “la misericordia del Padre”24. Esta conciencia de pecador es fundamental en el presbítero. Nos salva de ese peligroso deslizarse hacia una habitual (y hasta diría normal) situación de pecado, aceptada, acomodada al ambiente, que no es otra cosa sino corrupción. Presbítero pecador sí, corrupto no.
12. Al considerarse vivencialmente como pecador el presbítero se hace, “a imagen del Buen Pastor,... hombre de la misericordia y la compasión, cercano a su pueblo y servidor de todos”25 crece en “el amor de misericordia para con todos los que ven vulnerada su vida en cualquiera de sus dimensiones, como bien nos muestra el Señor en todos sus gestos de misericordia”26. Se le pide al presbítero “una espiritualidad de la gratitud, de la misericordia, de la solidaridad fraterna”27 y que tenga, como Jesús, una particular misericordia con los pecadores 28 y entrañas de misericordia en la administración del sacramento de la reconciliación29. La postura del sacerdote en este sacramento y en general ante la persona pecadora ha de ser precisamente ésta: la de entrañas de misericordia. Suele suceder que muchas veces nuestros fieles, en la confesión, se encuentran con sacerdotes laxistas o sacerdotes rigoristas. Ninguno de los dos logra ser testigo del amor de misericordia que nos enseñó y nos pide el Señor porque ninguno de los dos se hace cargo de la persona; ambos –elegantemente– se los sacan de encima. El rigorista lo remite a la frialdad de la ley, el laxista no lo toma en serio y procura adormecer la conciencia de pecado. Sólo el misericordioso se hace cargo de la persona, se le hace prójimo, cercano, y lo acompaña en el camino de la reconciliación. Los otros no saben de projimidad y prefieren sacarle el cuerpo a la situación, como lo hicieron el sacerdote y el levita con aquel apaleado por los ladrones en el camino de Jerusalén a Jericó.
Sacerdotes enamorados del Señor
13. En el nº 6 decía que la imagen del Buen Pastor suponía, dos dimensiones: una ad intra, la de los discípulos enamorados del Señor y otra ad extra, la de ardorosos misioneros. Si bien ambas van juntas, desde el punto de vista lógico la dimensión misionera nace de la experiencia interior del amor a Jesucristo. Retomo, pues, esta dimensión de presbíteros discípulos enamorados que solamente había esbozado en el n. 6. En la base de la experiencia del presbítero discípulo misionero aparece, como indispensable, el encuentro con Jesucristo: Hoy, también el encuentro del presbítero con Jesús en la intimidad es indispensable para alimentar la vida comunitaria y la actividad misionera”30. Ser cristiano no es el fruto de una idea sino del encuentro con una persona viva.
14. El presbítero, como discípulo, se “encuentra” con Jesucristo, da testimonio de que “no sigue a un personaje de la historia pasada, sino a Cristo vivo, presente en el hoy y el ahora de sus vidas”31. El presbítero, en sí mismo, es un receptor del kerigma y –por ello– tiene “una profunda experiencia de Dios”32 y en su vida “el kerigma es el hilo conductor de un proceso que culmina en la madurez del discípulo de Jesucristo”33, un proceso que lleva al presbítero a “cultivar una vida espiritual que estimula a los demás presbíteros”34 a “ser un hombre de oración, maduro en su elección de vida por Dios, que hace uso de los medios de perseverancia, como el Sacramento de la confesión, la devoción a la Santísima Virgen, la mortificación y la entrega apasionada a su misión pastoral”35.
Desafíos al presbítero y reclamos del pueblo de Dios.
15. Como dije en el n. 2. el presbítero está en tensión en medio de situaciones que afectan y desafían su vida y su ministerio36. Entre otras, la identidad teológica del ministerio presbiteral, su inserción en la cultura actual y situaciones que inciden en su existencia. Aquí, más que en tales situaciones, quiero detenerme en los reclamos que el pueblo de Dios hace a sus presbíteros37. Son 5: a) que tengan profunda experiencia de Dios configurados con el corazón del Buen Pastor, dóciles a las mociones del Espíritu, que se nutran de la Palabra de Dios, de la Eucaristía y de la oración b) que sean misioneros movidos por la caridad pastoral que los lleve a cuidar del rebaño a ellos confiado y a buscar a los más alejados... c) en profunda comunión con su Obispo, los presbíteros, diáconos, religiosos, religiosas y laicos, d) servidores de la vida, que estén atentos a las necesidades de los más pobres, comprometidos en la defensa de los derechos de los más débiles y promotores de la cultura de la solidaridad, e) llenos de misericordia, disponibles para administrar el Sacramento de la reconciliación. Para conservar y hacer crecer esta identidad presbiteral se pide “una pastoral presbiteral que privilegie la espiritualidad específica y la formación permanente e integral de los sacerdotes”38.
16. Detrás de estos reclamos explícitos está el ansia implícita que tiene nuestro pueblo fiel: nos quiere pastores de pueblo y no funcionarios, clérigos de Estado. Hombres que no se olviden que los sacaron de “detrás del rebaño”, que no se olviden de la fe de su madre y de su abuela (2Tim. 1:5), que se defiendan de la herrumbre de la “mundanidad espiritual” que constituye “el mayor peligro, la tentación más pérfida, la que siempre renace –insidiosamente- cuando todas las demás han sido vencidas y cobra nuevo vigor con estas mismas victorias...” “Si esta mundanidad espiritual invadiera la Iglesia y trabajara para corromperla atacándola en su mismo principio, sería infinitamente más desastrosa que cualquiera otra mundanidad simplemente moral. Peor aun que aquella lepra infame que, en ciertos momentos de la historia, desfiguró tan cruelmente a la Esposa bienamada, cuando la religión parecía instalar el escándalo en el mismo santuario y, representada por un Papa libertino, ocultaba la faz de Jesucristo bajo piedras preciosas, afeites y espías... La mundanidad espiritual “es aquello que prácticamente se presenta como un desprendimiento de la otra mundanidad, pero cuyo ideal moral, y aun espiritual sería, en lugar de la gloria del Señor, el hombre y su perfeccionamiento. La mundanidad espiritual no es otra cosa que una actitud antropocéntrica... Un humanismo sutil enemigo del Dios Viviente –y, en secreto, no menos enemigo del hombre- puede instalarse en nosotros por mil subterfugios”39.
17. El pueblo fiel de Dios, al que pertenecemos, del que nos sacaron y al que nos enviaron tiene un especial olfato originado en el sensus fidei para detectar cuándo un pastor de pueblo se va convirtiendo en clérigo de Estado, en funcionario. No es lo mismo que el caso del presbítero pecador: todos lo somos y seguimos en el rebaño. En cambio el presbítero mundano entra en un proceso distinto, un proceso –permítaseme la palabra– de corrupción espiritual que atenta contra su misma naturaleza de pastor, lo desnaturaliza, y le da un status diferenciado del santo pueblo fiel de Dios. Tanto el Profeta Ezequiel como San Agustín en su “De Pastoribus” lo describe en la figura del que se aprovecha del rebaño: usufructúa su leche y su lana.
18. Esto me da pie para mencionar brevemente tres aspectos que se derivan de la mundanidad espiritual y constituyen el perfil del “clérigo de estado”: el funcionalismo, la militancia política, y la pertenencia ideológica. El funcionalismo es un desplazamiento de la acción evangelizadora del presbítero hacia la gestión. Su vida se ve absorbida por esta idolatría de los tiempos modernos: el dios gestión. Se desgasta la interioridad, se pierde la contemplatividad del Misterio, se deja la oración... y la vida pasa a regirse por el funcionamiento de los organigramas. Esto no tiene nada que ver con las obras que exige la acción apostólica: los santos las hicieron y no perdieron su identidad. El funcionalismo presbiteral es sencillamente una forma de humanismo centrado en la propia actividad; se pierde la fuerza que da el encuentro con Jesucristo y la fe del presbítero se reduce, a lo más, a un tenue teismo difuso que puede manejar a su arbitrio.
19. Una peculiar forma de funcionalismo es la militancia política partidaria del presbítero. Hay, detrás de esto, una cierta omnipotencia subconsciente. Todo lo que implica el verdadero perfil del presbítero (como se expuso más arriba) se resuelve en el pragmatismo organizativo específico de lo político. También aquí hay un proceso de reduccionismo. Y, en esta forma de funcionalismo, no hay parcialidad: se termina por convertirse en agente de actividad política con barniz de evangelizador.
20. Finalmente una realidad que afecta a la autenticidad del ser presbítero es la prioridad de alguna pertenencia ideológica. En el n. 4 decía que identidad implica pertenencia. Y la pertenencia presbiteral es total y una sola: pertenencia comunional en la Iglesia40. Se trata de una pertenencia existencial que sufre la posibilidad de matices y acentos ideológicos lícitos dentro de la doctrina de la Iglesia. Pero cuando el matiz ideológico toma entidad central se convierte en foco de pertenencia y a él se subordina todo lo demás. El presbítero, entonces, termina teniendo una identidad ideológica y no eclesial. La idea (o la ideología) se “desorganiza”, i.e. se desgaja de la armonía comunional de la Iglesia y, al decir de Chesterton, se vuelve loca, lo absolutiza todo y termina construyendo la herejía. Aquí cabe también mencionar las diversas propuestas de espiritualidad de tipo gnóstico que han proliferado en algunos ámbitos y que, en definitiva, absolutizan la idea, la gnosis, el conocimiento, dejando de lado la sabiduría cristiana centrada en “el Verbo venido en carne”. La espiritualidad ideológico-gnóstica confiere una identidad fundamentalmente individualista aislada del cuerpo de la Iglesia.
21. Funcionalismo, actividad política militante e ideologías confirman pues tres posibilidades de la mundanidad espiritual que desfiguran la identidad del presbítero y lo reducen a ser agente de un humanismo que nada tiene que ver con lo eclesial; no dan cabida a la parresía y a la hypomoné. Provocan, en el presbítero, el aislamiento de su conciencia respecto del peregrinar eclesial del pueblo fiel de Dios.
Roma, 17 de marzo de 2009
Card. Jorge Mario Bergoglio s.j.
1 cfr. Documento de Aparecida nn. 192-195, 197
2 id. nn. 193, 326
3 id. nn. 193
4 id. n 156
5 id. n 195
6 id. n 285
7 ibid.
8 ibid.
9 id. 201
10 id. 199
11 ibid.
12 id. 195
13 id. 201
14 id. 199
15 id. 145
16 ibid.
17 id. 284, 551
18 Evangelii Nuntiandi, n.80.
19 ibid.
20 ibid.
21 Documento de Aparecida n.199
22 Que la opción por los pobres es “preferencial” significa, en el Documento de Aparecida, que “debe atravesar todas nuestras estructuras y prioridades pastorales” (396). Iglesia “compañera de camino de nuestros hermanos más pobres, incluso hasta el martirio” (396). Se invita a hacerse amigos de los pobres” (257), a una “cercanía que nos hace amigos” (398), ya que hoy “defendemos demasiado nuestros espacios de privacidad y disfrute, y nos dejamos contagiar fácilmente por el consumo individualista. Por eso, nuestra opción por los pobres corre el riesgo de quedarse en un plano teórico o meramente emotivo sin verdadera incidencia en nuestros compartimientos y en nuestras decisiones” (397). Con sano realismo Aparecida reclama “dedicar tiempo a los pobres” (397). Así se dibuja el perfil de un sacerdote que “sale” hacia las periferias abandonadas reconociendo en cada persona “una dignidad infinita” (388). Esta opción por volverse cercano no tiene el sentido de “procurar éxitos pastorales, sino de la fidelidad en la imitación del Maestro, siempre cercano, accesible, disponible para todos, deseoso de comunicar vida en cada rincón de la tierra” (372).
23 Documento de Aparecida n.100 h
24 id. n. 249
25 id. n. 198
26 id. n. 384
27 id. n. 517
28 id. n. 451
29 id. n. 177
30 id. n. 154
31 Benedicto XVI, discurso inaugural en la Vª Conferencia del Episcopado Latinoamericano
32 Documento de Aparecida n. 32
33 id. n. 278 a
34 id. n. 191
35 id. n. 195
36 id. n. 192
37 id. n. 199
38 id. n. 200
39 De Lubac, Meditaciones sobre la Iglesia, Desclcée, Pamplona 2ª ed., pp.. 367-368
40 Documento de Aparecida nn. 156, 195