Queridísimos hermanos,
Somos ministros de la vida. La Natividad del Señor es la “fiesta de la vida”, es la memoria actual del acontecimiento más grande de la historia; acontecimiento hacia el cual converge toda la historia y del que ha recibido pleno sentido y orientación: la fiesta de la vida es la fiesta de la Encarnación del Verbo. El Padre ama al hombre, su criatura, hasta el punto de enviar a su Hijo, que asume una íntegra naturaleza humana creada, que se hace carne participando enteramente en la existencia de los hombres; es lo más extraordinario que el corazón humano puede acoger y, después de dos mil años, continuamos asombrándonos de un amor tan grande.
Dios se hace hombre para darnos la vida, y cada confesor es realmente un ministro de la vida, sobre todo en este tiempo de Navidad, en el que, por gracia de Dios, en muchos lugares todavía muchos fieles se acercan al sacramento de la Reconciliación. La vida, la que nos ha ganado Cristo crucificado y resucitado, es donada sacramentalmente, es decir, realmente, al hombre en cada confesión.
Esta es, en el fondo, la esencia misma del cristianismo. Es una opción por la vida, contra el dominio del pecado y de la muerte. El fiel que se acerca humildemente y con las debidas disposiciones al sacramento de la Reconciliación, puede decir con serena certeza: “¡He encontrado la vida!”.
¿En qué consiste esta vida que encontramos en el sacramento?
Consiste en el encuentro con el Amor.
Encontrar la vida es encontrar el Amor; el amor misericordioso de Dios que perdona, que crea y re-crea siempre, abriendo al hombre a la caridad, según las palabras del discípulo del amor “Nosotros sabemos que hemos pasado del a muerte a la vida porque amamos a los hermanos” (1Jn 3, 14).
Quien ha encontrado el amor ha encontrado la vida; el encuentro con el amor es encuentro con la vida. Por tal razón, la Natividad del Señor es por excelencia la “Fiesta de la vida”, y por eso la fiesta del amor, del Amor hecho carne.
Que la escucha humilde y fiel, atenta y generosa de las confesiones sacramentales sea el rasgo dominante de estos últimos días de la novena que nos prepara a la gran solemnidad, y después al entero tiempo de Navidad, en el cual siempre los fieles siguen acercándose al confesonario.
Somos ministros de la vida, ministros de la misericordia, ministros del único amor que, todavía y siempre, se nos da para que podamos abrirnos a Él. Es un amor que consuela, que crea, que renueva, que introduce en la Vida verdadera.
Entre las diversas características que un buen confesor no debe descuidar hay que subrayar, ante todo, la atención en la escucha. Una sola palabra, el tono de la voz, el matiz, una alusión indirecta pueden desvelar los secretos del alma y permitir el consejo justo, la palabra justa, la indicación auténtica para un camino. Al contrario, las palabras al aire o desatentas pueden bloquear también durante años una conciencia a la que cuesta abrirse a Dios. ¡Nunca es excesiva la delicadeza!
Otra característica indispensable es la prudencia en el juicio. El penitente no siempre puede llevar el peso de todo lo que se quiere decir en la breve conversación de la confesión. Es necesario ser extremadamente prudentes para no desanimar en el camino de fe o en la lucha contra el pecado, y para introducir siempre en aquella alegría de la vida, que el sacramento de la Reconciliación está llamado a volver a dar continuamente.
Un ultimo rasgo que sería bueno custodiar siempre es el de la alegría. El sacramento de la Reconciliación debería ser siempre, para todos, tanto ministros como penitentes, una “Fiesta de la fe”: un momento de celebración alegre de la renovada comunión con Dios y con la Iglesia.
Somos ministros de la vida, ministros de la alegría, ministros de la libertad, en la conciencia de que la Gracia del sacramento no se opone a la libertad, sino al contrario, la libertad es hija de la Gracia: un hombre que solo se buscase siempre a sí mismo se perdería a sí mismo y perdería la vida. El hombre, en cambio, que se olvida de sí mismo no busca su vida, sino que se pone sin miedo a disposición del amor, encuentra a Dios y se encuentra a sí mismo, en una libertad que solo la fe y la gracia son capaces de dar.
Somos así ministros de la vida.
Ofrezcamos generosamente nuestro servicio y pidamos a la Santísima Virgen María, Madre del Verbo encarnado y por eso madre de misericordia, que acompañe nuestra escucha atenta, prudente y alegre, para que a todos los hermanos, todavía y siempre, les sea donada la vida. Les deseo a todos un fructuoso ministerio y una Santa Natividad del Señor. ¡Y gracias por vuestro indispensable y preciosísimo ministerio!
Mauro Card. Piacenza
Penitenciario Mayor
Original en italiano.
Basado en la traducción de la Revista Palabra.