1. «Jesucristo es el mismo ayer y hoy y siempre» (Hb 13, 8).
Queridos hermanos en el sacerdocio de Cristo: Mientras nos encontramos hoy en torno a tantas cátedras episcopales del mundo —los miembros de las comunidades presbiterales de todas las Iglesias junto con los pastores de las diócesis—, vuelven con nueva fuerza a nuestra mente las palabras sobre Jesucristo, que han sido el hilo conductor del 500 aniversario de la evangelización del nuevo mundo.
«Jesucristo es el mismo ayer y hoy y siempre»: son las palabras sobre el único y eterno Sacerdote, que «penetró en el santuario una vez para siempre... con su propia sangre, consiguiendo una redención eterna» (Hb 9, 12). Éstos son los días —el «Triduum sacrum» de la liturgia de la Iglesia— en los que, con veneración y adoración incluso más profunda, renovamos la pascua de Cristo, aquella «hora suya» (cf. Jn 2, 4; 13, 1) que es el momento bendito de la «plenitud de los tiempos» (Ga 4, 4).
Por medio de la Eucaristía, esta «hora» de la redención de Cristo sigue siendo salvífica en la Iglesia y precisamente hoy la Iglesia recuerda su institución durante la última Cena. «No os dejaré huérfanos: volveré a vosotros» (Jn 14, 18). «La hora» del Redentor, «hora» de su paso de este mundo al Padre, «hora» de la cual él mismo dice: «Me voy y volveré a vosotros» (Jn 14, 28). Precisamente a través de su «ir pascual», él viene continuamente y está presente en todo momento entre nosotros con la fuerza del Espíritu Paráclito. Está presente sacramentalmente. Está presente por medio de la Eucaristía. Está presente realmente.
Nosotros, queridos hermanos, hemos recibido después de los Apóstoles este inefable don, de modo que podamos ser los ministros de este ir de Cristo mediante la cruz y, al mismo tiempo, de su venir mediante la Eucaristía. ¡Qué grande es para nosotros este Santo Triduo! ¡Qué grande es este día, el día de la última Cena! Somos ministros del misterio de la redención del mundo, ministros del Cuerpo que ha sido ofrecido y de la Sangre que ha sido derramada para el perdón de nuestros pecados. Ministros de aquel sacrificio por medio del cual él, el único, entró de una vez para siempre en el santuario: «ofreciéndose a sí mismo sin tacha a Dios, purifica de las obras muertas nuestra conciencia para rendir culto a Dios vivo» (cf. Hb 9, 14).
Si todos los días de nuestra vida están marcados por este gran misterio de la fe, el de hoy lo está de modo particular. Este es nuestro día con él.
2. En este día nos encontramos juntos, en nuestras comunidades presbiterales, para que cada uno pueda contemplar más profundamente el misterio de aquel sacramento por medio del cual hemos sido constituidos en la Iglesia ministros del sacrificio sacerdotal de Cristo. Al mismo tiempo, hemos sido constituidos servidores del sacerdocio real de todo el pueblo de Dios, de todos los bautizados, para anunciar las «magnalia Dei», las «maravillas de Dios» (Hch 2, 11).
Este año es oportuno incluir en nuestra acción de gracias un particular aspecto de reconocimiento por el don del «Catecismo de la Iglesia católica». En efecto, este texto es también una respuesta a la misión que el Señor ha confiado a su Iglesia: custodiar el depósito de la fe y transmitirlo íntegro a las generaciones futuras con diligente y afectuosa solicitud.
Fruto de la fecunda colaboración de todo el Episcopado de la Iglesia católica, el Catecismo es confiado ante todo a nosotros, pastores del pueblo de Dios, para reforzar nuestros profundos vínculos de comunión en la misma fe apostólica. Compendio de la única y perenne fe católica, constituye un instrumento cualificado y autorizado para testimoniar y garantizar la unidad en la fe por la que Cristo mismo, al acercarse su «hora», dirigió al Padre una ferviente plegaria (cf. Jn 17, 21-23).
Al proponer de nuevo los contenidos fundamentales y esenciales de la fe y de la moral católica, tal y como la Iglesia de hoy los cree, celebra, vive y reza, el Catecismo es un medio privilegiado para profundizar en el conocimiento del inagotable misterio cristiano, para dar nuevo impulso a una plegaria íntimamente unida a la de Cristo, para corroborar el compromiso de un coherente testimonio de vida.
Al mismo tiempo, este Catecismo nos es dado como punto de referencia seguro para el cumplimiento de la misión, que se nos ha confiado en el sacramento del orden, de anunciar la «buena nueva» a todos los hombres, en nombre de Cristo y de la Iglesia. Gracias a él podemos cumplir, de manera siempre renovada, el mandamiento perenne de Cristo: «Id, pues, y haced discípulos a todas las gentes... enseñándoles a guardar todo lo que yo os he mandado» (Mt 28, 19-20).
En ese sintético compendio del depósito de la fe, podemos encontrar una norma auténtica y segura para la enseñanza de la doctrina católica, para el desarrollo de la actividad catequética entre el pueblo cristiano, para la nueva evangelización, de la que el mundo de hoy tiene inmensa necesidad.
Queridos sacerdotes, nuestra vida y nuestro ministerio llegarán a ser, por sí mismos, elocuente catequesis para toda la comunidad que se nos ha encomendado si están enraizados en la verdad que es Cristo. Entonces, nuestro testimonio no será aislado sino unánime, dado por personas unidas en la misma fe y que participan del mismo cáliz. A este «contagio» vital es al que debemos mirar juntos, en comunión efectiva y afectiva, para realizar la «nueva evangelización», que es cada vez más urgente.
3. El Jueves santo, reunidos en todas las comunidades presbiterales de la Iglesia en toda la faz de la tierra, damos gracias por el don del sacerdocio de Cristo, del que participamos a través del sacramento del orden. En esta acción de gracias queremos incluir el tema del «Catecismo» porque su contenido y su objetivo están vinculados particularmente con nuestra vida sacerdotal y el ministerio pastoral en la Iglesia.
En efecto, en el camino hacia el gran jubileo del año 2000, la Iglesia ha conseguido elaborar, después del concilio Vaticano II, el compendio de la doctrina sobre la fe y la moral, la vida sacramental y la oración. De diversas maneras, esta síntesis podrá ayudar a nuestro ministerio sacerdotal. También podrá iluminar la conciencia apostólica de nuestros hermanos y hermanas que, en conformidad con su vocación cristiana, juntamente con nosotros desean dar testimonio de aquella esperanza (cf. 1 P 3, 15) que nos vivifica en Jesucristo.
El Catecismo presenta la «novedad del Concilio» situándola, al mismo tiempo, en la Tradición entera; es un Catecismo, tan lleno de los tesoros que encontramos en la sagrada Escritura y después en los padres y doctores de la Iglesia a lo largo de milenios, que permite que cada uno de nosotros se parezca a aquel hombre de la parábola evangélica «que extrae de su arca cosas nuevas y cosas antiguas» (Mt 13, 52), las antiguas y siempre nuevas riquezas del depósito de la revelación.
Al reavivar en nosotros la gracia del sacramento del orden, conscientes de lo que significa para nuestro ministerio sacerdotal el «Catecismo de la Iglesia católica», confesamos con la adoración y el amor a aquel que es «el camino, la verdad y la vida» (Jn 14, 6).
«Jesucristo es el mismo ayer y hoy y siempre».
Vaticano, 8 de abril, jueves santo, del año 1993, decimoquinto de mi pontificado.
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