La única iglesia que ilumina es la que arde. Esta expresión, que se atribuye al revolucionario ruso Piotr Kropotkin (1842-1921) ha sido gritada demasiadas veces en los 100 años que hace que se pronunció por vez primera. Lamentablemente muchas veces no ha sido una simple puesta en escena, sino que desde entonces han ardido miles de iglesias en todo el mundo a manos de violentas turbas que aplaudían y coreaban rítmicamente esta frase. La última vez hace unos días en Santiago de Chile.
Lo que está ocurriendo en Santiago no es novedad: desde la muerte de San Esteban las persecuciones han acompañado a los cristianos hasta el día de hoy. El Señor ya se lo anunció a los Apóstoles (cf. Mc 10, 29-30), y desde que a Kropotkin se le ocurrió esa frase son muchos los cristianos que han sufrido las consecuencias de esta ocurrencia, con el resultado de varios millones de muertos y muchos miles de iglesias iluminando el cielo con sus llamas.
Veía las imágenes que nos trae internet sobre los sucesos de Santiago y, mientras pedía perdón a Dios por esos hechos, reflexionaba sobre la actitud de un cristiano ante estos hechos. Esta mañana casualmente leí un texto de la Sagrada Escritura que me ayudó. San Pedro intenta consolar a los cristianos que sufrían persecuciones y les dice:
No les tengáis miedo ni os amedrentéis. Más bien, glorificad a Cristo el Señor en vuestros corazones, dispuestos siempre para dar explicación a todo el que os pida una razón de vuestra esperanza, pero con delicadeza y con respeto, teniendo buena conciencia, para que, cuando os calumnien, queden en ridículo los que atentan contra vuestra buena conducta en Cristo. Pues es mejor sufrir haciendo el bien, si así lo quiere Dios, que sufrir haciendo el mal (1Pe 3, 14-17).
Nuestra respuesta, por lo tanto, debe ser la que San Pedro aconsejó: dar explicación de nuestra fe con respeto y delicadeza y ser ejemplares en nuestra conducta «para que, cuando os calumnien, queden en ridículo los que atentan contra vuestra buena conducta en Cristo».
Y para ello lo primero es perdonar. «Los que perdonan de verdad no olvidan, pero renuncian a ser poseídos por esa misma fuerza destructiva que los ha perjudicado. Rompen el círculo vicioso, frenan el avance de las fuerzas de la destrucción. Deciden no seguir inoculando en la sociedad la energía de la venganza que tarde o temprano termina recayendo una vez más sobre ellos mismos» (Francisco, Enc. Fratelli tutti, n. 251).
Podemos decir que este consejo del Papa enlaza con lo que nos pide San Pedro: los cristianos desarmaremos a los que nos persiguen mediante nuestro perdón. Siempre vamos a tener persecuciones en la tierra (cf. Jn, 15, 18 y 20), pero será por fidelidad al mandato del Señor y no por motivos humanos, y los perseguidores recibirán el ejemplo de nuestra actitud. De este modo la iglesia que arde ciertamente iluminará, no con las llamas del fuego sino por el testimonio de los cristianos ante la sociedad.