El mundo entero sigue con el alma en vilo los sucesos de Ucrania, y los católicos acudimos a los medios que el Papa ha señalado para acabar esta guerra: la oración y el ayuno. Quiera Nuestro Señor, en su infinita clemencia, detener esta guerra. Yo estoy repitiendo con frecuencia un jaculatoria que enseñaba San Josemaría Escrivá de Balaguer: Cor Iesu sacratissimum et misericors, dona nobis pacem (Corazón sacratísimo y misericordioso de Jesús, danos la paz).
Sorprende cómo ha cambiado el mundo en muy pocos años. En el verano austral de 2020 comenzó una pandemia y este verano estalló un guerra de consecuencias imprevisibles, que los más pesimistas se temen que será un nuevo conflicto mundial.
Dios nos libre de semejante catástrofe, pero en todo caso, parece claro que vivimos en un mundo de grandes cambios. Si hoy, por un milagro, volviera la paz a los campos y ciudades de Ucrania, mañana amaneceríamos en un mundo muy distinto del que conocíamos hace apenas dos meses, y más aún si nos remontamos a dos años en la comparación. Y lo que me preguntaba es si estamos preparados para la época que nos ha tocado vivir.
La Iglesia tiene enorme experiencia de cambios sociales. Diríamos que Dios, en su Providencia, quiere que la humanidad pase periódicamente por pruebas tan grandes que parece que todo va a quedar arrasado de un día para otro. San Agustín fue testigo en su propia carne de las invasiones de los bárbaros, el Islam casi devasta a la cristiandad en el siglo VIII, luego vinieron las invasiones vikingas, las guerras de investiduras, la Peste Negra, el cerco a la Europa cristiana por los otomanos, la revolución francesa y el periodo de Napoleón, y más recientemente las dos conflagraciones mundiales y la guerra fría: es una sencilla enumeración que cualquier conocedor de la historia podría ampliar con muchos ejemplos. En todos esos momentos históricos parecía que el mundo se hundía para quienes los vivían.
Y sin embargo la Iglesia no solo los superó, sino que surgió de ellos como la referencia que la sociedad necesitaba para llegar a su restauración. Ello se debió a que en medio de esas crisis los hombres vieron en la Iglesia los valores morales que la sociedad necesitaba.
Actualmente, seguro que los lectores de esta columna coinciden conmigo en que esos valores están casi ausentes en la sociedad occidental. Por eso viene bien la pregunta que hacía al principio: ¿estamos preparados para la época que nos ha tocado vivir? Nuestros contemporáneos y conciudadanos necesitan unos valores y unas referencias morales que nosotros, los católicos, podemos ofrecer. ¿Estamos a la altura de las circunstancias? ¿Cómo podemos, cada uno de nosotros, ayudar a los demás a recuperar el sentido de su vida? Seguro que este es el mayor servicio que podemos ofrecer a los demás.
San Josemaría decía: «estas crisis mundiales son crisis de santos» (Camino, n. 301). Cuando publicó estas palabras acababa de vivir la guerra civil española y estaba a punto de estallar la guerra mundial. Pero pienso que trascienden las circunstancias de su época histórica.
Pidamos a Nuestra Señora de la Paz que se acaben las guerras en el mundo y que demos el testimonio de santidad que siempre necesitará el mundo.